Apenas si había conseguido juntar un par
de papeles frente al escritorio cuando se dio cuenta de que algo le faltaba. Algo
había incompleto, no sabía identificar qué era pero en su interior sabía que
estaba sin rematar.
Esa mañana había bajado por las escaleras como cualquier otro día del
mes de enero. Eran las once y había tiempo más que suficiente para completar
aquella jornada que se presumía interesante.
Al encontrarse frente a la puerta se dio cuenta que la calle estaba
mojada, la misma calle del Bote de toda la vida de Dios había cambiado de
configuración y su aspecto inicial se había intercambiado la tonalidad con un
blanco inmaculado, quizás debido a la gélida temperatura del exterior.
Sabía que tenía que ir hacia los Frailes, como todas las mañanas, pero
ese día fue diferente. Ni él ni nadie a su alrededor podían imaginar lo que
allí iba a suceder. Continuó a lo largo de la calle tornada de blanco y
prefirió dar una vuelta girando por la
calle Matillas, pasando por la fachada del Peris, como cualquier otro día. Esta
vez, la soledad de la puerta le había confundido. No sabía por qué , pero
estaba más solo que nunca. Mujeres y vecinas que normalmente solían estar
limpiando la puerta esta vez se habían quedado dentro, al calor del hogar.
Lo único que parecía cierto de todo lo que él estaba viendo es que el
perro del vecino seguía ladrando como ayer y lo hacía de la misma forma cansina
y acompasada que lo había venido haciendo a lo largo de todo el verano
anterior. Sin embargo, aquella mañana su ladrido se le antojaba completamente
diferente. No estaba acompasado, de su garganta no salía ese ladrido rotundo de
otras veces. Esta vez no.
Conforme iba bajando por la calle Matillas no iba dando crédito a las
imágenes que su mente le iba soltando. Flashes que poco a poco iban tornando
con caracteres de realidad. Pasado y presente se empezaban a mezclar en un
estadio intermedio entre la incredulidad del momento y la desesperanza de
comprobar que todo iba casando, que las piezas desordenadas poco a poco iban
tomando forma.
Empezó a darse cuenta de que lo acontecido durante la noche y primeras
horas de la madrugada en aquel frío primer piso de la calle del Bote dejaba de
ser un mal sueño. En verdad que empezó a temer por la maldición de Don Beltrán
de la Cueva, que decían las malas crónicas que había esparcido por cuantos
habitantes osaran morar en la calle que lleva su nombre.
Sin
embargo, las confusiones propias del momento solo le hicieron ver que, en el
fondo, seguía siendo humano. Sus miedos nocturnos, sus terrores vividos durante
ni una ni dos madrugadas en aquel sombrío primer piso de la calle de Beltrán de
la Cueva iban tomando forma.
Anoche el capítulo de terror vivido en aquella sala, convertida en salón
del hogar con dos ventanales hacia un patio de luces compartido, le habían
marcado de por vida. No habían dado ni las dos de la madrugada cuando un breve
pero intenso crujido le hizo ponerse de pie. El hiriente sonido provenía de
aquel oscuro pasillo del primer piso. El que siempre le había dado miedo
atravesarlo porque su ángulo de noventa grados hacía imperceptible lo que ocultaba
la otra cara de aquel lúgubre lugar.
Decía que apenas si quedaban unos minutos para que en el reloj del salón
que papá había comprado aquel verano diesen las dos de la madrugada para que
aquel crujido cambiase su vida. Provenía del pasillo, de la misma pared que
daba con la casa de al lado, con el dormitorio de Catalina, aquella señora
castigada por el paso de los años y ajada por el descomunal esfuerzo que a lo
largo de su vida había tenido que hacer para sacar adelante a todos los
miembros de su familia.
Pero aquel ruido era diferente. La pared que servía de lindero pareció
como si quisiese venirse abajo de golpe. Qué tremenda fuerza habría sido capaz
de hacer sonar la pared de aquella forma. Ni se sabe ni nunca más se supo qué
pasó en aquel primer piso de la calle del Bote de Úbeda.
Lo único que había de cierto es que él no tuvo más remedio que saltar
del sillón en el que estaba plácidamente aposentado aquella fría noche de enero.
Soliviantado por el estruendo y acongojado por lo desconocido y por lo
inexplicable de la situación. Situación que se fue tornando cada vez más
tenebrosa por los efectos colaterales que aquel crujido de la pared había
provocado en los pocos adornos que colgaban de la pared del salón contiguo. El
reloj que había comprado papá quedó paralizado cuando apenas habían pasado
treinta segundos de la una y cincuenta nueve minutos de aquella terrible
madrugada. El quinqué de la abuela
Isabel, que había venido con ella desde Algeciras, se había soltado de la punta
que lo sujetaba. El marco que contenía la foto de familia también había sido
vencido por el descomunal movimiento de la pared. En definitiva, que todo había
sido descolocado, todo girado y todo cambiado de su originaria posición.
Segundos después de aquel movimiento de pared, que no terremoto, no tuvo
más remedio que echar la mirada hacia donde él no quería. Le esperaba la
oscuridad, la negrura de la madrugada entrelazada con la ausencia de luz de
aquel lúgubre pasillo que daba a los cuartos de baño y a aquel perdido
dormitorio en el que descansaba, su cuarto.
Y
no le quedó más remedio que mirar y ver. Ver y comprobar que el miedo que le
tenía atenazado no era casual, era verídico y que no le dejaba ni mover ni uno
de sus músculos. En su cabeza aún resonaba el tremendo crujido que había dado
la pared blanca de aquel pasillo convertido en camino de la muerte. No quería
dejar que su mente se convirtiera en una auténtica película de miedo, pero su
subconsciente le seguía traicionando. O quizá no.
Lo
único cierto es que del sobresalto del momento, de la paralización de su
estructura ósea había sacado una conclusión: seguía siendo humano, por el
momento. Lo verdadero seguía confundiéndose con la quimera, ésta a su vez con
lo indeseable, pero todo, al fin y al cabo, mezclado en un cóctel mortal. Tan
humano seguía convencido que fue capaz de avanzar un paso, no sin antes darse
cuenta que aquellos pequeños centímetros de distancia que ahora separaban un
pie de otro le habían costado más de la cuenta. Pero había sido capaz de vencer
al miedo a lo desconocido, o no, quién sabe.
Después del primer paso fue capaz de dar un segundo, luego un tercero y
así sucesivamente hasta situarse en la esquina de aquel lúgubre pasillo.
Aquella trágica esquina que era la que daba al dormitorio de Catalina, la vieja
vecina que durante los días anteriores había estado a punto de morir una noche
sí y la otra también. Fue capaz de ver con sus propios ojos que había un
pequeño desconchón justo encima de la orza que su madre siempre solía dejar en
la esquina de aquel pasillo como signo en la oscuridad de que había que girar,
bien se fuese hacia el cuarto de baño bien se viniese hacia del salón desde
aquel perdido dormitorio de aquel primer piso de la calle de Don Beltrán de la
Cueva.
Al levantar la mirada hacía el desconchón no podía dar crédito a lo que
sus ojos empezaban a distinguir. Había un hueco en la pared. Una cavidad que entrelazaba sus dos mundos,
el real y el imaginario, el pasado y el presente, el miedo y la sensatez. Fijó
su mirada hacia el hueco que había dejado el desconchón de la cal mezclada con
la tierra de adobe y pudo distinguir una pequeña luz al final de aquel lúgubre
túnel que entrelaza dos mundos. Y vio lo que nunca quiso ver, lo que nunca su
mente había tejido lo suficiente como para que tuviese signos de veracidad.
El la vio, tumbada sobre su cama,
tapada hasta la boca por aquella colcha de ganchillo que cuántas veces no la
había visto tejer durante las tardes de verano sentada sobre el quicio de su
pequeña puerta del número 12 de aquella calle del Bote. La verdad ahora era
bien diferente. Ella estaba inmóvil sobre el viejo colchón de aquella cama de
tubos metálicos y cabecero ruidoso.
La
mirada de aquella vieja señora se había quedado fijada sobre la fea lámpara de
aquel pequeño dormitorio. Sus ojos abiertos habían dejado escapar los últimos
signos de vida que le habían quedado para dejar inmóvil un cuerpo ajado por los
años y desaliñado por la enfermedad.
El había confirmado con su mirada que
lo acontecido no había sido fruto de la casualidad. La anunciada muerte de
Catalina le había dejado una señal tal y como ella lo había predicho en su día,
aquella tarde de verano cuando le dijo que una mañana de enero, con las calles
blancas por el frío de la madrugada, su cuerpo sería sacado a hombros por
aquella estrecha puerta de la calle del Bote de Úbeda.
Presagio al que él nunca quiso darle
la menor de las importancias porque nunca había creído en vaticinios.
Ahora, muchos años después, la
visión de aquella vieja mujer, Catalina, había sido cumplida con exactitud.
En su escritorio seguía faltando
algo y empezaba a adivinar qué podría ser. Durante más de una década un pequeño
amuleto, con aspecto de medio cuerpo humano, había presidido su mesa del
despacho. Hacía muchos años, aquella mujer, Catalina, se lo regaló una mañana
de primavera con la esperanza de que siempre presidiera sus acciones y
pensamientos en la que tuviera que ser su mesa de trabajo y estudio. Es más,
ahora empezaba a recordar cómo Catalina
fue capaz de vaticinar que a su muerte y solo cuando su alma tuviese el
descanso eterno ese amuleto desaparecería de allí.
Ahora él había caído en la cuenta y ya
sabía que todo en la vida tiene una explicación. Ella se fue, ella se había ido
definitivamente y su amuleto la acompañaría en el viaje eterno.
El giró al final de la calle
Matillas hacia la izquierda. Siguió adelante pasando por la puerta del
Blanquillo y vio como la puerta principal seguía cerrada. Pero continuó. Pasó
por delante de la puerta de Rosendo y vió que estaba cerrada. Giró a la derecha
e inició el suave ascenso de la puerta lateral de los Frailes hasta encarar la
figura de San Miguel y su espada.
Bajó la mirada como intentando
buscar algo hasta toparse con la esquela de Catalina. Qué menos podía hacer que
asistir a una misa por su alma. Ella se fue, pero su espíritu siempre rondaría
las esquinas de la calle del Bote como una de las almas en pena más que todas
las madrugadas deambulan cogidas de la mano de Don Beltrán de la Cueva.
ILDEFONSO MIRANDA PÉREZ
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